Arqueólogo Eduardo Merlo Juárez
En el año de 1531, apenas diez años después de concluida la conquista –al menos del centro de México- tuvo lugar un acontecimiento trascendental para nuestra historia. Todavía existía felizmente, la enorme laguna llamada Meztliapan (Laguna de la Luna) o Laguna de México, en cuyo centro se edificaba la nueva capital sobre las ruinas de Tenochtitlan. La mayoría de los canales habían sido rellenados por los escombros, y se procuró dejar terreno plano para la edificación de las mansiones de los conquistadores, así como los templos de franciscanos y dominicos, que eran las únicas órdenes religiosas en el territorio, amén de los curas seculares. El obispo –todavía no consagrado- simplemente nombrado, era fray Juan de Zumárraga, sabio teólogo y humilde fraile franciscano. La Nueva España, como ya comenzaba a decírsele, estaba gobernada por un grupo de notables, que en conjunto formaban la Real Audiencia, presidida teóricamente por el obispo de Santo Domingo (Hoy República Dominicana) don Sebastián Ramírez de Fuenleal, pero realmente por don Juan de Salmerón, hombre prudente y también por el gran humanista don Vasco de Quiroga. Hernán Cortés residía en la ciudad, aunque se la pasaba viajando a España, para solventar las querellas que contra él se habían presentado en la Corte Real. La ciudad era todavía una isla, conectada a tierra firme por las calzadas de Tlacopan, de Iztapalapa, que luego se bifurcaba hacia Coyohuacan y la de Tepeyacac, que permitía a los habitantes del norte de la enorme cuenca, como los de Tzompanco, Tultitlan, Cuauhtitlan y otros muchos, caminar hasta la ciudad. Tal era el panorama que guardaba ese 1531, justo cuando se vino a dar el acontecimiento guadalupano, que es tan importante para nuestra historia.
Es increíble la fama y devoción que inspira la imagen de la Virgen de Guadalupe fuera de nuestras fronteras, recientemente visité Guatemala y prácticamente en todos los templos está una pintura al menos, cuando no un retablo, de esos maravillosos que hacían los artistas guatemaltecos, sin duda los mejores de América. Inclusive en la capital chapina, relativamente cerca del parque central o plaza mayor, está el santuario de Guadalupe, grande y muy propio, con la imagen de bulto en un enorme nicho del altar mayor de mármol. Uno se siente orgulloso de verla y de la devoción que inspira, pues mucha gente acude al recinto, inclusive vi el cartel que anuncia el programa de festejos. Me dijeron que la fiesta dura toda una semana y que las calles aledañas se cierran al tráfico por la cantidad de gente. Acostumbran llevar a los niños vestidos de inditos, como se hace en México en la provincia, ya que en la propia basílica del Tepeyac no se hace. ¡Qué curioso! ahí van los niñitos y niñitas vestidos de indígenas ya sea quichés, o cakchiqueles. En el mercado central admiré los trajecitos que ya estaban a la venta para cumplir con la tradición. Por supuesto que en esa feria guatemalteca hay puestos de comida y juegos mecánicos, una feria como aquí le llamamos, con los fotógrafos que retratan a las criaturas con un paisaje de fondo que es nuestra basílica. El mismo Juan Diego nunca se imaginó que su tilma con la imagen bendita, se reprodujera tan lejos, y conste que hablo de Guatemala, pero lo mismo se podría decir de muchos países de América del Sur, por lo pronto constaté el culto guadalupano en el país vecino. Esta devoción se manifiesta inclusive en Livingston, un pueblo de negros en la costa del Caribe, quienes también tienen como patrona a la Virgen de Guadalupe a quien le cantan y bailan con mucho entusiasmo. Inmensa devoción que nos honra.
Estamos en la semana guadalupana y hay que hablar de la tilma o ayate, y aquí hay que precisar. Aunque usamos estas palabras como sinónimos, no lo son. La tilmahtli, como le decían los hablantes de náhuatl, era una capa relativamente corta que se anudaba en el hombro, era prenda de vestir para cubrir la espalda, por supuesto una prenda masculina. El ayate es una pieza de tela, usualmente de ixtle, de varios tamaños, pero casi siempre ancha y larga, que solía utilizarse para cubrirse en un frío intenso, pero su uso corriente era para cargar cosas dentro, como un bulto, y eso precisamente era lo que portaba Juan Diego cuando el milagro: un ayate de ixtle o fibra de maguey, pero de maguey de pita que es más fino que el pulquero. Se dice que originalmente medía: “dos varas y media y una ochava, y el ancho vara y cuarta y un dedo”, lo que equivale a 2.26 metros de largo, por 1.55 de ancho, lo que se me hace demasiado. Por supuesto que años después las autoridades del santuario cortaron el ayate de una manera bárbara, dejándolo de 2.26 metros de largo, por 1.05 de anchura, y no conformes, en 1706, para ajustarlo a un marco de plata que regaló el virrey duque de Alburquerque, lo recortaron más, quedando como hasta ahora, con el mismo ancho de 1.05, pero un largo de 1.75 m. La tela excedente se recortó en pedacitos que se repartieron como reliquia. El ayate con la imagen fue clavado a un bastidor de madera con dos travesaños intermedios, mismos que se marcaron y que pueden distinguirse en la figura. Es interesante que un ayate, que usualmente dura unos cinco o diez años, tenga ya cuatrocientos setenta y ocho, sobre todo conteniendo una imagen que ahí está nítida y hermosa.
Era el sábado 9 de diciembre del año de 1531, un poco antes de amanecer, cuando la bruma intensa cubría la superficie de la laguna de México, y el frío campeaba por sus respetos. Rodeando el cerro Tepeyacac, caminaba un indígena con pasos apresurados, era ya mayor, aunque no se notaba por el brío que ponía al trotecito; apenas si se cubría con una tilma hecha de fibra de maguey como la usaban todos los pobres. Venía desde la aldea de Tulpetlac, a orillas del lago, lo cual hace evidente que carecía de una canoa, por lo que tenía que ir a pie. Se dirigía, como todos los sábados, al templo conventual de Santiago Tlatelolco, donde los franciscanos impartían la doctrina a todos los pueblos de los alrededores. Eran miles los que acudían para oir misa y luego recibir adoctrinamiento. Ninguno podía faltar, pues eran severos los castigos, inclusive azotes. De ahí que nuestro indígena casi corriera, para llegar a tiempo de la misa que era muy temprano, tal vez a las siete de la mañana, y no había pretexto que valiera para llegar tarde. El hombre se llamaba Juan Diego, frizaba los cincuenta y siete años, y era viudo desde hacía al menos unos tres años, viviendo en Tulpetlac con un tío mucho mayor que él, llamado Juan Bernardino. Era frecuente que los religiosos bautizaran a los indios utilizando el nombre de Juan y de María. En la gentilidad, es decir, en la época prehispánica, se llamaba Cuatlatohuatzin, que significa “el grito del águila”, o poéticamente: “el que habla como águila”, pero ya no debía entender a ese apelativo, pues por eso lo bautizaron como Juan Diego, y como era macehual o pobre, no alcanzaba ni apellido. Esa madrugada del 9 de diciembre de 1531, Juan Diego sería testigo y vidente de uno de los acontecimientos más increíbles.
La antigua cuenca de México, que después de secar la laguna se llamó Valle de México, y hoy es asiento de la ciudad más grande del mundo, está delimitada por montañas; muy altas al sur y al poniente; lejanas la Sierra Nevada con los volcanes, pero antes con cerros bajos. Por el norte, solamente una parte tiene cerros, más altos en Zacatenco, los cuales vienen a quedar en meras colinas, la última de las cuales es el Tepeyac, precisamente por eso, ya que Tepeyac es la contracción de Tepeyacac, de las voces nahuas: “Tepetl”: cerro y “Yacac”: nariz, es decir: el cerro que está a la nariz o primero que los demás. No es muy alto, aunque inmediato tiene uno un poco mayor y luego otra bastante alto, este último se llama Cerro de los Gachupines, aunque no es su nombre antiguo. Cuando existía la laguna, el Tepeyac estaba rodeado por agua en tres de sus lados, y como toda la serranía, prácticamente sin vegetación mayor, únicamente nopales, magueyes, huizaches y hierbas no muy frondosas, ya que los suelos tienen poco humus, así que no pueden crecer árboles de mayor envergadura. En el arranque sur de este cerrito estuvo el teocalli o templo, dedicado a la diosa del maíz, a la cual los naturales llamaban cariñosamente: Tonantzin, palabra náhuatl que significa: “Nuestra Madrecita”. Era prácticamente un santuario muy venerado. La gran calzada que conectaba con Tlatelolco y Tenochtitlan, fue edificada para las peregrinaciones que se hacían en sus festividades, pues varias veces al año tenían lugar estos cultos multitudinarios. El teocalli debió verse con claridad desde la propia isla tenochca, pues entonces no existía ninguna contaminación. Con la imaginación podemos recrear ese paisaje.
Desde el mismo siglo XVII, se ha desatado una polémica sobre el nombre de la Virgen Morena, hubo desde entonces quienes no gustaron que se llamara Guadalupe, como la advocación española de Extremadura; y sin más, echaron su gato a retozar, dando interpretaciones a la ligera y muy descabelladas. Quizá empezó este embrollo uno de los primeros traductores del texto escrito en náhuatl, que narra la maravillosa historia, el cual ha sido titulado Nican Mopohua, que son las primeras palabras del texto. Quien tradujo y armó esa polémica fue el bachiller Luis Becerra Tanco, el cual argumentaba que en la lengua náhuatl se carece de “g”, con lo cual hubiera sido impronunciable Guadalupe, por lo cual él, sin mayor prueba, propone que pudo ser Tequatlanopeuh, que apretadamente significa: “La que auyentó a los que nos comían”. De ahí se desató una andancia que no ha concluído, al contrario, en nuestros días hay gente que tiene poder en los medios, y hasta muchos eclesiásticos, que han inventado a más no poder. Que si: Tecoatlaxopeuh, que Tequantlaxopeuh, Quatalope y hasta Tecuauhtlapcupeuh, que es imposible de pronunciar. Para mí que es simple soberbia, porque el texto náhuatl, deja espacio para el nombre Guadalupe, así, con todas sus letras: “in zenquizca ichpochtzintli Santa María de Guadalupe in itlazo ixiplatzin”, literalmente: “Y que al darle nombre, bien así se llamará: Santa María de Guadalupe su venerada imagen”. Pero no señor, hay que echarle leña a la lumbre, necios con su Cuatlaxopeuh y demás. Cierto es que los indígenas de entonces, al no pronunciar la “g” le decían Cuatlalupe, aunque preferían, y con muchísima razón, aplicarle el apelativo de una de sus más queridas diosas: Tonantzin y párenle de contar. Guadalupe, el nombre que Ella escogió es similar al de la advocación extremeña que mucho tiempo fue la patrona de España.